POR MARÍA O'DONNELL

A las 8 .45 de la mañana un Peugeot 504 blanco, con un tapizado contrastante rojo vivo, se detuvo en la calle Montevideo, a mitad de camino entre Santa Fe y Charcas, como se llamaba entonces Marcelo T. de Alvear. Ingresó al garaje donde el teniente general guardaba su automóvil, en la misma cuadra de su departamento, un piso de tres dormitorios y 170 metros cuadrados, pero sin cochera, a doce cuadras del cementerio de la Recoleta .

Del asiento del acompañante descendió, vestido con un sobretodo oscuro, Ignacio Vélez Carreras; Fernando Abal Medina y Emilio Maza salieron del asiento trasero y con ropa militar.

Vélez se dirigió a Humberto Fernández, el encargado del estacionamiento, con tono firme, impostando un poco la voz, para aparentar algo más que veintitrés años:

—Buen día. Venimos a buscar al general Aramburu .

Como había obras de mantenimiento sobre la calle Montevideo, no habían querido detenerse en la puerta para evitar que el tránsito se trabara, explicó. Fernández accedió.

— Muchas gracias . Enseguida venimos con el general.

La reparación les había complicado los planes a último momento: ellos iban a cortar la calle con un cartel de «Hombres trabajando», pero la realidad se les anticipó y debieron improvisar otra cobertura para el segundo auto que participaba del operativo .

Gustavo Ramus detuvo el auto de apoyo, una pickup Chevrolet, junto a la puerta del colegio Champagnat de los Hermanos Maristas, frente al estacionamiento . Su compañero del colegio secundario, Mario Firmenich, de veintidós años recién cumplidos, bajó del auto disfrazado con un uniforme de policía y Carlos Maguid, con una sotana. Firmenich se paró alerta en la vereda y Maguid se confundía entre los curas de la escuela religiosa. La puerta trasera de la camioneta quedó abierta, con una ametralladora al alcance de la mano para cualquiera de los dos.

La actuación de Carlos Capuano, que había quedado al volante del Peugeot 504, no convenció del todo al encargado. A pesar de su traje azul cruzado (el atuendo de chofer de un funcionario público) lo impresionó como alguien demasiado joven para ese trabajo. Calculó que tendría unos veinte años y no se equivocaba: había cumplido veintiuno hacía muy poco.

Pero tenía otras aptitudes. Criado en una familia adinerada de Córdoba, en la que abundaban los aficionados al automovilismo, un hobby de ricos, Capuano era el más hábil para manejar. En pocas maniobras colocó el auto de frente a la salida, puso el freno de mano, dejó el motor encendido y tranquilizó a Fernández:

— Son unos minutos, nada más —y observó a sus compañeros.

Norma Arrostito había bajado del auto de Ramus en la esquina de la avenida Santa Fe y ahora caminaba hacia la puerta: su puesto asignado de vigilancia. Era la única mujer del grupo, y con treinta años, la de más edad. Así y todo, se había maquillado y llevaba una peluca rubia para que le diera aspecto de mayor; tenía un arma en la cartera, apretada contra el pecho .

Eran las 8.50 de la mañana.

Los tres que habían bajado del Peugeot tocaron el timbre del departamento que ocupaba el octavo piso de Montevideo 1.053. Sara, que estaba por salir de compras, levantó el portero eléctrico de la cocina. Escuchó:

—Venimos a ver al teniente general Aramburu en representación del Comandante en Jefe del Ejército.

A los veintipico, cuando otros jóvenes de su edad y de sus círculos sociales estudiaban para terminar carreras universitarias, ellos se habían propuesto enderezar la historia, vengarla con un crimen. Y si era necesario, estaban dispuestos a morir en el intento.

* Fragmento de Aramburu (Planeta).